Cuando hablamos de un "mundo global" ponemos de relieve la interconexión que hoy en día existe entre los puntos más alejados del globo terrestre gracias a los modernos medios de comunicación como teléfonos celulares, televisión e Internet, pero también aludimos al hecho de que el mundo entero se está haciendo un mercado único en el cual se desplazan los capitales financieros libremente y se enfrentan los actores económicos, cada uno contra todos, en una competencia generalizada, "mundializada".
Pero la expresión "mundo global", afirmada con un sentido positivo que nos invita a adherir a todos, sólo evoca una cara de la realidad -las diversas relaciones de todos con todos en el mundo de hoy-, mas no dice nada de la naturaleza de estas relaciones, no quiere evocar ni la jerarquía, ni la desigualdad que caracterizan estas relaciones. Hablar positivamente de un "mundo global" es olvidar que las relaciones dentro de ello son relaciones de dominación/sumisión política, de desigualdad económica y de injusticia sociocultural.
Existen sectores sociales sin peso en las decisiones políticas que sobre ellos repercuten, y abrumados por la propaganda económica que crea siempre nuevas necesidades de cuyas satisfacciones están excluidos, y que, a menudo, no logran satisfacer sus mínimas necesidades básicas, mientras que otros sectores -las empresas nacionales y transnacionales- van aumentando sus beneficios a tal punto que no los pueden ya invertir en nuevos procesos productivos y se resignan a distribuirlos entre sus accionistas (Le Monde hebdomadaire...).
Los sectores sociales dominados sufren además de la depreciación de sus valores socioculturales por el modelo civilizatorio dominante -consumerista, oportunista, individualista, sexista, antagonista y hasta violento- que propagan las películas norteamericanas vía la televisión en el mundo entero y que la élites nacionales han hecho suyo convirtiéndose en los propagadores de la ideología dominante en cada país.
La ley del más fuerte reina -veamos los ejemplos de Irak, de Chechenia y de Palestina-, pero al público de todos los países se distrae con discursos, charlas, debates que alimentan su ilusión o aspiración de participar en un orden democrático. Se olvida, o se quiere ocultar, que la mundialización de las fuerzas económicas consiste en la imposición de un orden, y no en su aceptación democrática, pues los actores que manejan estas fuerzas -los directivos de las compañías transnacionales y de las instituciones financieras internacionales ( BID , Fondo Monetario, etc.)- no son democráticamente elegidos..., en cambio, tienen los recursos para influir en los responsables políticos nacionales, que sí han sido democráticamente elegidos, para que tomen las decisiones favorables a la expansión de sus empresas y el capital internacional.
Por esta razón, vemos diariamente que nuestros representantes no cumplen con su mandato electoral, que les ha hecho ganar sus votos, sino se inclinan hacia las decisiones que más ingresos y "honorabilidad" ideológica les procuran, traicionando así a sus electores. El capital internacional ha demostrado tener la fuerza suficiente para intervenir y manejar tanto a los responsables políticos como a las sociedades nacionales en función de sus intereses de expansión y enriquecimiento. Directamente, por los favores distribuidos a las clases políticas y eventuales líderes populares; e indirectamente por el control de los medios de comunicación, la propaganda y la publicidad,
Desde luego, en la democracia moderna, la corrupción no es un conjunto de casos aislados, sino el modo de gobierno, el modo de ejercicio del poder, transnacional, activado por las grandes empresas e instituciones financieras internacionales, que domina a los políticos nacionales (cual sea su nivel jerárquico: desde el presidente y los diputados hasta los jefes de proyectos de desarrollo) y los vuelve obedientes a los intereses económicos exteriores en desmedro de la voluntad popular expresada por el voto u opacada por los discursos dominantes.
El voto mismo aparece entonces como un mecanismo social insuficiente para asegurar, no sólo la expresión de una voluntad popular, sino también la ejecución de esta voluntad. Las elecciones, que se realizan mayormente cada cuatro años, aparecen más como la firma de un cheque en blanco entregado a los diputados y gobernantes que como una fuerza realmente orientadora y controladora de la política nacional. De ahí resulta que, en caso de incumplimiento de promesas electorales demasiado flagrante, a los electores no les queda otra alternativa para hacer valer su voluntad que salir a la calle y protestar ( cfr . Arquipa, Bolivia) u organizar reuniones políticas alternativas (vg. los foros sociales internacionales y nacionales).
La protesta aparece entonces como el último recurso para afirmar una voluntad política más general que los intereses particulares de los dirigentes políticos. Como la manifestación de la protesta popular exige, a su vez, una coordinación por líderes, estos pueden ser de dos tipos: o se dejan comprar por las fuerzaseconómicas dominantes, obrando, en cambio, por el apaciguamiento de la protesta y la conclusión de acuerdos que reduzcan las desventajas de las empresas a un mínimo; o persisten consecuentemente en las justas reivindicaciones populares contra las injusticias sociales y el abismo económico que separa a los pudientes de los sumisos.
Contra estos líderes reticentes al consenso neoliberal la democracia formal ha desarrollado recientemente su aparato ideológico a consecuencia de los atentados del 11 de septiembre de 2001, dando mayor alcance a la noción de "terrorista".
Todas aquellas personas que se manifiestan contra una política "democrática", es decir, la que implementan los gobiernos elegidos pero corrompidos por las empresas transnacionales, corren el riesgo de ser clasificados como "terroristas". Estos, por definición, no pueden gozar de las garantías civiles que las democracias formales otorgan normalmente a sus ciudadanos y, desde luego, son expuestas a sanciones penales expeditivas y excepcionales. En este sentido, un gran número de democracias han acentuado sus mecanismos de represión a expensas de los derechos civiles ( cfr . El Patriot Act en Estados Unidos, en Rusia..., en Francia...).
La democracia moderna, corrompida por los intereses económicos personales de sus representantes y sometida a los intereses económicos transnacionales, ha creado su anti-virus -la noción del "terrorista"- que le permite combatir el virus que puede afectar todo su sistema, es decir, la protesta y sus líderes. Sin embargo, esta manera de ver, esta metáfora, está más de acuerdo con una visión desde el punto de vista de los políticos, que desde el punto de vista de los dominados, pues no toma en cuenta que la protesta no es más que la reacción a una traición: la traición de la promesa electoral.
Pero los que han traicionado no son castigados, quedan impunes, mientras que los contestadores corren el riesgo de sanciones legales. De hecho, ninguna democracia prevé sanciones contra respresentantes elegidos que no cumplen con la palabra con que han ganado sus votos. El discurso electoral se vuelve un ejercicio demagógico sin significar compromiso alguno con los electores, y los 4 o 5 años del mandato sirven sobre todo para llenarse los bolsillos, pues los electores no tienen ningún recurso democrático legal para sancionar a sus elegidos durante este lapso.
El voto, que debía ser la expresión de una confianza que compromete al elegido, no es más que un cheque en blanco cuyo rubro el elegido tratará de llenar con la mayor suma posible. Mientras que las organizaciones y los liderazgos populares, que hace tiempo han tenido y diariamente siguen teniendo la experiencia del abuso del voto -la traición de los políticos que mencioné antes-, tienden a ser criminalizados bajo el término de "terroristas".
En el marco de un mundo global, los intereses económicos de las empresas transnacionales dominan, mediante la corrupción, a los políticos nacionales; y, mediante el control de los medios de comunicación, la opinión, los gustos y las preferencias públicas. Los representantes de los intereses económicos transnacionales no son elegidos y, por tanto, escapan a cualquier control democrático. Más aún, representando intereses humanos minoritarios, tienen el poder de corromper a los políticos democráticamente elegidos que representan a las mayorías, anulando con eso la voluntad popular.
El control sobre la opinión pública a través de la radio, la televisión y los periódicos y la criminalización de la protesta popular y de sus líderes son los instrumentos que sirven para ocultar los defectos del "sistema" (aun cuando se denuncian "casos"), para mantener aspiraciones ilusorias y para marginalizar fenómenos que son centrales y constitutivos de la democracia corrupta en un mundo global.
Tal vez nuestro diagnóstico parezca algo extremo. Para disipar tal eventual impresión basta con precisar lo que entendemos con la palabra "corrupción". Con ella no sólo nos referimos a hechos financieros -que, por cierto, son más frecuentes y generalizados que los pocos casos que vienen al conocimiento del público y cuyas denuncias resultan generalmente, no de imperativos morales, sino de enemistades políticas, es decir, de la lucha por el poder-, la corrupción también consiste en votar o decidir en favor de intereses minoritarios y de las clases pudientes, obedeciendo a un supuesto "realismo económico neoliberal" y sometiéndose a una pretendida ley ineluctable de nuestra época -la ley del mercado-, para no perder su lugar ante la opinión de la clase política dominante que se ampara en un estándar de vida y formas de discurso que forman un consenso más allá de cualquier división política programática explícita.
Se trata de corrupción, porque al votar o decidir en el sentido indicado que traiciona los intereses mayoritarios, el político salvaguarda y aumenta personalmente su confort intelectual (sensación de poder y eficiencia) y material (relaciones personales favorables a nuevos negocios). Este confort depende del grado de complicidad con la ideología neoliberal y de su adhesión a la forma de vida y lujo dominante (que no se contenta con un bienestar una vez adquirido, sino tiende al enriquecimiento constante).
La corrupción, desde luego, no sólo consiste en aceptar una suma de dinero por un servicio político o económico, sino también en adherirse a un renombre de "honorabilidad" ideológica y a un estilo de vida lujosa a expensas del compromiso con la voluntad de los electores.
Vivimos en un mundo global de democracias corruptas y dominadas por los intereses económicos transnacionales que reducen la voluntad de los dominadosa un palabreo sin ninguna esperanza de llegar a la acción política correspondiente.
A esta crítica de nuestra vida pública, dizque "democrática", responde una propuesta educativa que se fundamenta en la hipótesis de que en las sociedades dominadas existen prácticas de convivencia democráticas ignoradas o despreciadas por los discursos políticos de la democracia formal, y que estas prácticas contienen un potencial de desarrollo que cuestiona la democracia corrupta formal y plantea alternativas para la organización de una vida democrática activa en mayor escala.
Conviene sustentar esta hipótesis con unos argumentos concretos, y para eso nos referimos a una categoría de sociedades dominadas que son las sociedades indígenas. Su potencial político democrático generalmente no es reconocido (salvo en casos excepcionales como el del movimiento zapatista), pues tanto los discursos formales que afirman los derechos indígenas, como los de la mayoría de los lideres de organizaciones indígenas latinoamericanos evocan la realidad sociocultural de los pueblos indígenas en términos demasiado genéricos.
El convenio 169 de la OIT , por ejemplo, afirma que los pueblos indígenas y tribales tienen sus propias costumbres y tradiciones, sus propias instituciones o características sociales, económicas, culturales y políticas y su derecho consuetudinario; tienen identidad social y cultural, sus propias prioridades respecto al desarrollo, sus culturas y valores espirituales, su historia, sus conocimientos y técnica, sus sistemas de valores y sus propias aspiraciones sociales, económicas y culturales.
Los líderes indígenas suelen hablar de sus costumbres y sabiduría, de sus territorios y culturas ancestrales. Tanto el término de "propio" como el de "ancestral" no enuncia ninguna propiedad específica de las sociedades indígenas dominadas que permitiría distinguirlas, por ejemplo, de la sociedad urbana y dominante en la que nosotros estamos implicados.
Sólo si somos capaces de nombrar los rasgos específicos que demuestren la diferencia entre las sociedades indígenas locales y la sociedad urbana y envolvente, se nos vuelve inteligible el contraste entre una democracia activa implicada en las actividades cotidianas indígenas y una democracia formal que admite y refuerza, por ser fundamentalmente corrupta, la dominación política, la desigualdad económica, la injusticia sociocultural y la discriminación racial.
¿Qué hace, entonces, que la vida en las sociedades indígenas sea tan diferente de la nuestra urbana? Resumamos algunos de sus rasgos sobresalientes y que contrastan con la vida urbana. El indígena es un ser pluriactivo y pluricapaz por dedicarse alternativamente -en el mismo día o en estaciones diferentes- a una pluralidad de actividades: la horticultura, la caza, la pesca, eventualmente la crianza, la recolección, la extracción forestal, la artesanía y la cocina; todos los indígenas saben desenvolverse en todas estas actividades, a las que se dedican según sus preferencias, en función del tiempo y las estaciones, y según el sexo y la edad, que son los únicos criterios de división social de trabajo en este tipo de sociedad.
Si hay especialistas en ciertas producciones o funciones sociales, estos se distinguen más bien por un talento particular (que puede combinarse con una transmisión hereditaria), que por una formación particular; más por una preferencia personal que por una selección profesional. Aun en el caso de los shamanes, la inclinación personal precede al aprendizaje.
Esta pluricapacidad de los sujetos indígenas es una de las condiciones de su libertad de escoger diariamente el trabajo que corresponde a su gusto. La otra condición de esta libertad es la autonomía de la unidad doméstica de la que el sujeto es parte. Pues como adulto y cabeza de casa, ningún comunero recibe órdenes de ningún otro comunero. Y la tercera condición consiste en la propiedad de los medios de producción, sea tierra, animales o herramientas, que le garantiza la independencia material de su trabajo.
Al decir esto, queda claro que no consideramos ahora a los indígenas que trabajan como peones, jornaleros, obreros o migrantes, y en cuyo caso se puede preguntar si siguen formando algo que se podría llamar "sociedad indígena".
Pluricapacidad, autonomía doméstica y propiedad de los medios de producción son las tres condiciones de la libertad indígena. Sin embargo, esta libertad no es ni homogénea, ni absoluta. No es homogénea porque existe la jerarquía generacional en la unidad doméstica: abuelos, padres, hijos y nietos ocupan distintos estatus, los padres tienen mayor autonomía que los hijos, y los ancianos vuelven a una dependencia parecida a la que han conocido en su infancia.
La división sexual del trabajo define la complementariedad laboral de los sexos, pero se combina a menudo con cierta desigualdad laboral, económica y ritual entre hombres y mujeres. La libertad que hemos subrayado tampoco es absoluta, pues cada casa es parte de una unidad social mayor -aldea, comunidad, ejido, etc.- y entretiene relaciones con las otras casas de esta unidad. Si, como dijimos, ninguna casa tiene un poder de mando sobre otra casa, sí tiene la facultad de convocar a servicios basados en la reciprocidad.
El "tequio" (o la "minga" en el Perú), por ejemplo, es la expresión de una solidaridad laboral que reúne a un grupo de casas que intercambian su fuerza de trabajo en beneficio de cada una. Compartir bienes -sobre todo alimenticios- con otras casas funda lo que llamamos la solidaridad distributiva. Cooperar en rituales o fiestas, a su vez, es la expresión de la solidaridad ceremonial, la que, generalmente, implica un mayor número de casas e inclusive la participación de comunidades vecinas.
Los lazos de solidaridad de diverso tipo se basan tradicionalmente en la relaciones de parentesco y alianza matrimonial. Hoy en día, cuando la corresidencia en una misma aldea ya no obedece a criterios de parentesco, de vecindad, compadrazgo o amistad son comúnmente constitutivos de lazos de solidaridad. En estas comunidades actuales, "mixtas", que son el resultado de expulsiones territoriales y migraciones, se está formando un nuevo tipo de solidaridad que podemos llamar "comunal", porque compromete el conjunto de los habitantes en decisiones que afectan a todos y en obras comunales destinadas a crear o mantener la infraestructura de toda la aldea: caminos, campos deportivos, escuela, etcétera.
Los primeros tres tipos de solidaridad -la laboral, la distributiva y la ceremonial- dan lugar a redes de relaciones que forman grupos en el seno de la comunidad: grupos que comparten, grupos que colaboran y grupos que concelebran. De ahí resulta una dinámica social hecha de oposiciones y eventuales tensiones.
El panorama se complica cuando se instalan facciones religiosas o políticas como consecuencia de la llegada de misioneros, de candidatos a elecciones o de tomas de posición de los maestros. La solidaridad comunal , que debería abarcar y soldar el conjunto de los habitantes de una unidad residencial, tiene a menudo gran dificultad de realizarse y, más bien, observamos un frecuente "divisionismo" en el seno de las comunidades.
Los múltiples lazos de solidaridad que conllevan derechos y obligaciones entre unidades domésticas temperan, desde luego, la autonomía doméstica, no por criterios de jerarquía (como en la sociedad urbana donde cada persona tiene su jefe), sino por un imperativo moral que es la reciprocidad. Ésta opera, a la vez, como contrapeso al egoísmo, como seguro social y como gratificación psicosocial. La solidaridad crea beneficios que se deben a otras casas y obligaciones hacia otras casas que motivan actividades que apuntan a fines que van más allá del círculo estrecho de la unidad doméstica.
La aceptación de estos beneficios y obligaciones garantizan la ayuda ajena en caso de necesidades excepcionales o de escasez. Pero compartir comida, cooperar en un tequio (o minga) y concelebrar una fiesta nunca son simples hechos económicos, pues implican al contrario satisfacciones morales, psicosociales y religiosas: regalar pescado o carne a sus parientes es un gesto de bondad y de prestigio, participar en un "tequio" es también participar en comida y bebida y en el ambiente alegre que causa la reunión de personas familiares o amigas y que suaviza el esfuerzo laboral, y cumplir con sus deberes ceremoniales es contribuir al prestigio del evento colectivo, gozar de la comida y de los cantos y bailes y del ambiente festivo excepcional y asegurarse la benevolencia de las fuerzas de la naturaleza.
Lo que caracteriza, desde luego, a las sociedades indígenas es la igualdad entre sus miembros (las unidades domésticas), que, al mismo tiempo que gozan de un alto grado de libertad, están ligados entre ellos por diferentes redes de solidaridad. Estas redes, si bien comprometen a grupos domésticos con obligaciones exteriores, los gratifican con beneficios materiales, morales y psicosociales que son de importancia vivencial y existencial, convirtiendo así la exterioridad de las obligaciones en una interioridad de beneficios.
La igualdad no sólo se funda en la libertad disponible y en la solidaridad mutua. Tiene un valor también material en la medida en que todas las unidades domésticas de una aldea comparten un mismo estándar de vida.
Con esta palabra me refiero a la homogeneidad de las necesidades y del consumo que se observa generalmente en las sociedades indígenas. (Con esta formulación excluyo claramente las sociedades estratificadas de tipo "cacicazgo" o Estado). Esta homogeneidad, que sólo sufre pocas excepciones, generalmente debidas a funciones de intermediario con la sociedad nacional, no se logra sin un mecanismo psicosocial potente, el de la envidia.
Una unidad doméstica que se enriquece más que las otras y manifiesta su diferencia exhibiendo cantidades de bienes o bienes de lujo está expuesta a la envidia de las otras unidades domésticas. En tal sentido interpretará todo caso de muerte o enfermedad que ocurra en su seno, pues lo atribuirá a una maldad provocada por un comunero envidioso, a una "brujería".
También hemos visto casos de incendios que han afectado una casa envidiada, cuyos autores nunca se han descubierto. La riqueza acumulada sobre manera se gastará entonces en remedios y atención médica y en gastos para reparar los daños sufridos. Estos daños afectan moralmente a los miembros de la unidad doméstica más emprendedora y los desaniman a proseguir sus esfuerzos.
Los que han logrado sobresalir del estándar de vida comunal retornan a la norma. Si sus ambiciones persisten, saben que tienen que aguantar conflictos o emigrar. El progreso material en la sociedad bosquesina sólo puede ser social, es decir, beneficiar a todos de la misma manera. Por eso los procesos de cambio en las sociedades indígenas son lentos. Es ese el precio que se paga para salvaguardar la democracia activa e igualitaria.
Mas los lazos de solidaridad no sólo vinculan seres humanos entre ellos, sino también los ligan con los seres de la naturaleza: los espíritus, las almas, los dueños de los árboles y animales (los "nahuales", como dicen los Maya), según la concepción de cada sociedad. Para el indígena, "sociedad" abarca sociedad y naturaleza -lo que llamo una "societureza"-, ya que la reciprocidad se ejerce igualmente entre seres humanos y seres de la naturaleza.
El cazador debe limitar el número de sus presas invocando a la generosidaddel dueño del bosque para que le suelte a sus "hijos", los animales, -pero sin abusar de ella. A la tierra, algunos pueblos le brindan bebida antes de trabajarla, otros recitan discursos para conjurar las fuerzas hostiles del bosque. El indígena es consciente de que introduce constantemente un desequilibrio en la naturaleza al aprovecharla, y este desequilibrio le obliga a invertir disciplina, oraciones y donaciones para remediar a la deuda así contraída. Infracciones a esta regla causan fracasos, enfermedades, malestares y hasta la muerte.
Las personas especializadas en el control de las fuerzas de la naturaleza que son capaces de diagnosticar esas infracciones y el origen de los daños que algún comunero pueda sufrir son las que gozan de autoridad. La autoridad indígena, desde luego, no se funda en el poder de un ser humano sobre otro ser humano (como es el caso de cualquier jefe en nuestra sociedad urbana), sino en el poder de controlar las fuerzas de la naturaleza en beneficio de sus congéneres.
Por disponer de los conocimientos y el saber-hacer beneficiosos para la comunidad, los comuneros estiman, más que temen, a su autoridad. Esta estima, sin embargo, no confiere a la autoridad un poder de mando. El temor, en cambio, se instala cuando surge la sospecha de que la autoridad utiliza ese su poder a fines egoístas para hacer daño, lo que la convertiría en "brujo malo", según una expresión consagrada. Un "brujo malo" está expuesto a represalias que le pueden costar la vida.
La sociedad indígena no tolera el abuso de poder, ni siquiera el ejercicio egoísta del poder, pues, en principio, el shamán no debe fijar tarifa alguna a sus servicios. El beneficiado de una cura reconoce el servicio recibido con algún regalo que él mismo evalúa en función de su criterio de reciprocidad.
Nuevamente constatamos que la autonomía doméstica no está sujeta a un poder mayor, una autoridad de mando que podría imponerle su voluntad y aprovechar materialmente de su fuerza de trabajo o de sus bienes. Ocurre precisamente lo contrario de lo que hemos observado en la democracia formal y corrupta donde las personas habilitadas con roles políticos priorizan el enriquecimiento personal a expensas de la sociedad que deben gobernar.
Las grandes festividades indígenas generalmente exigen una inversión de trabajo importante de los comuneros, que están ligados por la solidaridad ceremonial, en la producción de alimentos y servicios. En estos momentos, las autoridades ceremoniales parecen amparadas en una suerte de autoridad de mando, pues ellas encargan los trabajos y las tareas a cada uno de sus comuneros.
En realidad, el ritual es un acto de control o conciliación de las fuerzas de la naturaleza en beneficio de todos, reconocido por todos como tal. Por esta razón, todos adhieren a las obligaciones rituales y aceptan los trabajos con que contribuyen a la celebración del ritual. Los llamados "dueños" de la fiesta, los quecumplen con servicios rituales en forma de discursos y gestos, son, en realidad, "coordinadores" al servicio de un oficio social que beneficia a todo el mundo.
Además, son ellos los que generalmente más invierten de su trabajo y productos (inclusive de dinero) cuando asumen el ejercicio de su cargo ritual. La generosidad es un atributo moral propiamente indígena que la autoridad debe ilustrar de manera ejemplar.
El candidato a elecciones en la democracia formal también invierte su dinero, a veces inclusive dinero prestado, cuando está en campaña electoral, pero lo hace con la firme intención de recuperarlo con creces una vez que detiene un poder político (y de rembolsar sus deudas mediante favores económicos y políticos). Es eso un índice más del carácter fundamentalmente corrupto de la democracia actual.
En resumen, la democracia activa existe realmente en la cotidianidad de las prácticas indígenas, pues éstas garantizan y se fundamentan en la igualdad entre todos, la libertad de cada familia -sobre todo en relación a sus múltiples opciones de trabajo-, la propiedad de los medios de producción, la autoridad al servicio de la comunidad y la generosidad generalizada e implícita en las diferentes formas de solidaridad basada en la reciprocidad.
Se observan, sin embargo, situaciones numerosas que parecen contradecir la realidad de las sociedades indígenas tal como la he expuesto. Han surgido líderes políticos, a menudo vinculados a partidos, que ostentan mayor riqueza y ejercen su influencia en la comunidad mediante favores materiales obtenidos de sus respaldos políticos o sus "proyectos" (los de alguna ONG ).
*Jorge Gasché es antropólogo y linguista.
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