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No debemos olvidar que todo proceso de transformación implica una lucha directa por la hegemonía cultural de la sociedad (en la que vivimos y en la queremos vivir). En tal sentido, los valores, ideales y sentidos comunes son lugares de disputa permanente. Nuestra historia peruana más reciente se ha cansado de aclararnos que un cambio sin progreso moral simplemente no es un cambio. Es por ello que varios regímenes sociales han optado por aumentar su nivel de represión y coerción cuanto más desmoralizado deriva su proyecto (o cuando la fuerza de la coerción ya no basta para mantener entera la ilusión de su poder).
No debemos olvidar que todo proceso de transformación implica una lucha directa por la hegemonía cultural de la sociedad (en la que vivimos y en la queremos vivir). En tal sentido, los valores, ideales y sentidos comunes son lugares de disputa permanente. Nuestra historia peruana más reciente se ha cansado de aclararnos que un cambio sin progreso moral simplemente no es un cambio. Es por ello que varios regímenes sociales han optado por aumentar su nivel de represión y coerción cuanto más desmoralizado deriva su proyecto (o cuando la fuerza de la coerción ya no basta para mantener entera la ilusión de su poder).
Toda forma de gobierno con una concepción de desarrollo basada en el abuso y la inequidad social sufre originariamente de una debilidad moral. A saber, su crecimiento resulta ser un atentado a las condiciones básicas de la vida de los sectores sociales más vulnerables (que en nuestro país son, históricamente, la mayoría). Es por ello que, tarde o temprano, por más aparatoso que sean sus amagues por el control social, siempre habrá un punto en que destile públicamente la violencia de su mayor principio: La expropiación del poder por unos cuántos en desmedro de la calidad de vida de los marginados del poder, de sus culturas, de sus necesidades materiales para asegurar su existencia, de sus urgencias por participar y decidir.
En el Perú de hoy esta realidad es un problema práctico llamado neoliberalismo, el cual también se traduce además en prácticas, actitudes y valores que dan sentido a nuestras relaciones sociales. La clase dirigente de la derecha en el poder político legislativo y ejecutivo, los altos mandos de las fuerzas armadas y la iglesia católica han sido las principales instituciones que han asumido esta “batalla moralista” por la consolidación de un sentido común neoliberal en el país (subrayando, claro está, los matices de posiciones en cada una de estas instituciones).
Un ejemplo claro de ello es la derecha peruana respecto a ciertos puntos de la agenda pública reciente. El ministro Rafael Rey Rey, la ministra Mercedes Araoz, monseñor Cipriani, varios congresistas de diversas bancadas, entre muchos otros reconocidos voceros derechistas, se han crucificado mediáticamente, con el más burdo de los cinismos, en las últimas semanas. Lo irónico es que sus posturas éticas sobre la defensa de la vida se contradecían entre sí al cambiar de un tema a otro:
1. Defienden la idea de vida asumiéndose en contra de la despenalización del aborto para casos específicos que pongan en riesgo la vida de la gestante y del feto. En los hechos, pretenden cerrar la discusión pública sobre opciones que no vulneren la salud y el derecho de vivir a las madres gestantes que pasan por un aborto (por el contrario, se las tacha de asesinas, inconscientes e irresponsables). La necesidad de legislar este tema está siendo empujado al maniqueísmo de “la vida o la muerte”, obviando que muchas mujeres (la mayoría de escasos recursos) mueren al año por abortos ilegales. Ante esto cabe resaltar que en el debate público ha sido notoria la ausencia de una comunidad médica y científica que brinde otros registros a la discusión. En resumen, quiero resaltar que la discusión ética sobre la legislación no se concentra, en última instancia, en los límites del individuo (“o los derechos de la mujer o los derechos del feto”) sino dentro de una problemática de salud pública (que incluye diversas formas de credo o pensamiento, pero también incluyen la realidad palpable). Una vez más, la intención de dichas instituciones es evidente en este debate.
2. Niegan el derecho a ampliar los espacios de discusión política sobre el período de conflicto armado interno (como, por ejemplo, en la iniciativa del Museo de La Memoria) esgrimiendo una defensa ciega sobre las responsabilidades de las Fuerzas Armadas y de fuerzas empresariales y políticas que estaban en el poder en aquel entonces (y hasta hoy). En este punto su “derecho a la vida” sí exige diferencias, entre “los enemigos de la democracia” (cuya vida no vale ni siquiera pasar por un proceso judicial) y entre “las fuerzas del orden” (dándoles el rol de principales defensores de la democracia y el modelo económico, y por lo tanto su vida sí contempla derechos). La memoria no es un proceso de fosilización de interpretaciones dominantes, sino una manera cotidiana de discrepar y concordar. Rey Rey, ministro de defensa del Perú, plantea que no es bueno discutir sobre el tema, sino simplemente ponerse del lado correcto (es decir “a favor de la impunidad”). Esta visión autoritaria niega de cuajo la posibilidad de debatir políticamente nuestra historia más sensible en las últimas décadas.
3. Traicionan las condiciones mínimas para una vida digna de las comunidades nativas peruanas dando su visto bueno al monopolio incondicional a las grandes empresas extractivas transnacionales sobre nuestros recursos (con las consecuencias respectivas en salud, medio ambiente y en planificación nacional de una economía sostenible). Veamos que en los sucesos ocurridos recientemente en Bagua (en donde hasta hoy los entes reguladores de justicia no han dado un avance real en torno a los desaparecidos nativos) la vida de los miembros de las comunidades nativas valía políticamente menos que la vida de los soldados (que utilizó el gobierno como carne de cañón). Más aún, la explotación de los recursos naturales para beneficio mayoritario de las empresas extranjeras vale más que las condiciones de salud a las que se enfrentan por décadas las comunidades nativas. Es obvia y física la desproporción moral.
¿Es acaso posible defender la "idea" de la vida, sin defender las "condiciones" más básicas de la misma? Niños en nuestra selva y sierra morirán temprano debido a las cantidades de minerales que galopan en su sangre por la irresponsabilidad de la gran minería. La impunidad militar es celebrada como un símbolo patrio más, sin tomar en cuenta que de tal forma se está alentando el prestigio de la fuerza como inminente reemplazo de la dimensión política. Este año muchas mujeres seguirán sumando cifras a una muerte invisible y estigmatizada socialmente. ¿Quién entiende que en todo esto exista un respeto a la vida?
Más allá de las diversas posiciones que tengamos sobre estos tres temas (y de la manera en cómo debe resolverse), es importante señalar que estamos frente a una de las derechas más conservadoras de la región: Ella no debate, silencia (sea con represión directa o con el monopolio de los principales medios de comunicación). Su dimensión ética está en abierta descomposición y esto se luce en su moral de camaleones. Cuando el derecho a la vida de los menos implica el deber a la muerte de los más, principio fundamental del capitalismo, la vida muere antes de tiempo y en toda su dignidad. La salud pública como fenómeno integral y diverso, la memoria como ecología de la dimensión política de nuestra sociedad y los recursos naturales como derechos humanos inalienables, son necesidades incondicionales para seguir existiendo dignamente. Asegurar estas necesidades no debe desligarse, a la vez, de la visión proyectiva de una transformación social que elimine las condiciones de explotación y marginación sobre las que se funda este proyecto neoliberal. Defendamos nuestras posiciones sobre estos temas con integridad y no con la conveniencia liberal.
Por eso, combatir moralmente a la burguesía implica un problema práctico, no sólo una creencia o una convicción contraria sino, ante todo, una praxis política distinta, con solidez y convocatoria tal que permita que una sola grieta pueda demostrar la inmensa fragilidad del muro que conforman. No sostengamos una fidelidad efímera a nuestros ideales. Seamos fieles al desarrollo práctico y cotidiano de nuestros mismos ideales y necesidades, de nuestros más ansiosos sueños y realidades. Ser críticos y autocríticos respecto a nuestro ejercicio colectivo de transformación es un deber. Los objetivos revolucionarios sólo pueden ser reconocidos como tales si es que radican en prácticas colectivas y organizadas, firmemente adecuadas a principios revolucionarios.
Lima, Octubre de 2009.
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